lunes, 10 de septiembre de 2012

Juan se equivocó de paloma




-¡Ki ki ri ki!- Suena el gallo de la torre de la Iglesia Corazón de Jesús. El Sol no escucha mientras cambia de canciones en su Ipod, pero se levanta y escupe tras vaciar una de las rayas de la fuente de su costado.
-¡Sol, ayúdame!- Palomo interrumpe comenzando a temblar de frío. Había escuchado que los gritos transportan el pecado que se guarda en vida y con un nudo, prestado de las sotanas en que apoyamos nuestra confianza, se envían al Paraíso para ser reciclados. Allá en el cielo hay mucha paz, tanto, que Luz de Ifer, atento de seguir la música de Bob Marley con palmadas, enseña lo suficiente una mano con los dedos cruzados como la señal que indica a corderos la hora del pasto mientras otros limpian el rastro, y “¡tack!” Interrumpe el presente:
-¡Ki ki ri ki!- El gallo, que monta en seguida una fábula para realzar su hombría de corral, responde como si luchara por sus huevos sin ver al individuo que le plantea competencia.
Los gritos regresan con el eco de las paredes y alguno que otro se cuela en el frío de Palomo con alevosía. Hoy está urgencias fuera de servicio, así que nada me detendrá cuando lo despache con el tiempo que le he guardado. Víctima de sus intromisiones, de cada bolsillo le sobresale un juego de llaves que reproduce su figura o la mía y, según el lado en que se encuentre el favor de  mamá, nuestra Cristina va y viene con total dominio.
Palomo sube el escalón y la puerta aparece mostrando vaginas le que incitan a entrar con voces de sirena mientras facilita los fallidos intentos, que observa, echando una burla. Simula la unión de las almas que pululan la celda de ozono y puede que el perro que está escondido, tras subir al sillón del amo, le brinde su rincón de miseria favorito, que es la cadena que une los cuerpos para desfilar bonito en el escupidero que es la libertad.
Sin saber que el deseo atrae límites, el hijo de puta introduce la llave al ritmo que marca la lengua de la cerradura, le tira fuerzas a la derecha que es el lado más sensible y, para rematar la corrida con una inclinación, apoya su peso sobre la llave de mi madre (te quiero mamá). En eso, Palomo le pasa fuego a la piedra de tate que consiguió en el parque. Comenzaba a sentir el placer transmitido desde su llave cuando, de pronto, el alambre que dejé disimulado se le clava poniendo las escena fea.
-¡Ki ki ri ki!- Se escucha al gallo que resbala por la cornisa con la mano en el pecho dirigiéndose al suelo. Creo que sube al altar en las mañanas para reírse de la gente que piensa estar despierta y, como dudo que su pretexto sea ofrecernos el día, cae por la euforia: normal, Palomo atraviesa las voces del espacio con un grito distinto al urbano mientras disipa en el aire la mezcla de su último chivato.
-¡Sol, ayúdame, que soy tu hijo y habito cerca de ti!- Palomo grita anclado a la puerta que sigue succionándole la sangre. El astro se da por aludido y toma una dosis de polvo que se desfigura en la fuente de cristal, a lo que continúa apuntándole con el dedo medio y “¡tack!” Llega una segueta del cielo y la toma. El miedo le impide manipular el destino con precisión, estira y corta de un tajo como si se despidiera de mí, entonces, salva un trozo de la llave y la puerta se abre permitiéndole escapar. Juan Palomo ha dejado la soledad en mi camino, al tiempo que unas gotas hacen constancia de la altura que va tomando y siento los golpes de la emancipación.
“¡Ki ki ri ki...!”