lunes, 16 de enero de 2012

La pirámide invertida

 Un día pude ver la vida desnuda al caer de un rascacielos. No quiero aburrir con el cable de siempre, la vida no era la mía y uso como coartada la fecha de vencimiento tatuada en mi espalda. Caí sin nada que contar. Salté porque antes o después me ganaría cualquier gallina, porque la cuesta me arrastró con ella pero, pude haber tenido un final mejor: con poder, pipa, y sobre un ángel que se encargara del suelo, también pudo ser peor. Si un gallina saltaba primero que yo, la gente usaría la lupa para tacharme diferente, así que, sin pensarlo: salté. Mi descenso, rectilíneo uniforme acelerado, llevaba silbido de cigüeña atómica incluido para no mejorar la gravedad del asunto. Pero sin estar evidenciado, pude mirar por las ventanas.
 El tío del primer armario tenía fama de aristócrata. -Marica: posaba con vestido orlado ante la vista mientras presumía de guiño azul. Me extrañé, no parecía el mismo del ascensor ni el vestíbulo, cuando enseñó el corte inglés que le definía. Resulta que su etiqueta caminaba mientras él le seguía por suelo limpio y, su primera clase, goteaba sobre mojado. El suelo no quedó cómodo y la negra que mantenía aquello tuvo que volver a pasar. La homo sapiens, cansada por doblar horas, cogió adrenalina de una estampida y, cortejando, le invitó a cuidar. De pronto el galán se halló envuelto en protocolo y, con practicada caballerosidad: le ofendió, dejando a la mujer reducida a un mísero sirviente. El numerito fue teatral. La negra, que no se aguó, le dio indulto por no rebajarse y, a forma de pronóstico, le puso en el futuro una hembra con dos tacones, para que aprendiera a fregar la cubertería de plata. -Marica: en aquel momento vi que el tío era inmune, al menos, a las hembras. Así que despedí su fachada rosa para seguir mi camino.
Seguía dirección al suelo cuando: ¡espera, mira quién es! Que buena está. Me comería de ella hasta las uñas para calmarla y sólo una rotura me detendría. Debido a mi gafe, las corridas refrescan tanto como el recuerdo que suele ser insuficiente por ser aburrido, así que sin hacer pausa para refrescar la vista, continué.
“toc toc” -Perro, perro...Toqué la ventana del chucho que dormía en una casa de tela. Detrás, dos amigas llenaban el sofá de belleza mientras por cadena perpetua tv, pasaban un culebrón mexicano. Había otro canal donde ofrecían el programa Mesa sin cuadre, una propuesta televisiva impulsada por el gobierno para transmitir al público, en forma de debate, excusas sobre el rumbo oscilante del país. El de la telenovela, que es el único interesante, seguramente pasaba la escena caliente, ya que las mozas consumían helado bajo una manta y una parecía gemir cuando le tocó el turrón de chocolate. “Chucho, chucho.”- volví a llamar al perro. Iba a morir: ¿por qué no entrar a jugar un rato? Yo estaba dispuesto a esperar, pero la Muerte es rigurosa con su agenda y no se anda con paracaídas, así que lejos de echar una cana, con un pico regresé a abrir el camino.
 En el siguiente piso viven aún, los ancianos y Jesús. El chico cuidaba la casa porque a ella le entretenía pellizcar los glúteos de él y la billetera del vegetal. La abuela había vuelto a los veinte. Incluso la gente decía: “se le ve bien desde que tiene chupete en casa” Sí, comprarle buena ropa a Jesús era una buena terapia. Ella pedía todas las noches una muerte rápida para el marido, para que no sufriera, cuanto antes mejor para cobrar la paga. Pero ese día se le viró la tortilla al crecer demasiado la escoba de Jesús y este, que no quería perder la casa, le dio consuelo al viejo.
 Antes de llegar a la siguiente planta, sentí disparos. Cuando me asomé, casi me rompe uno que salió como bala experta en tramitar la defunción pero, la abeja que zumbaba en la otra costa del país, desvió el proyectil con el efecto de una onda gubernamental. Si, la industria apícola justificaba el presupuesto, además de limpiar la mano de los dirigentes tras sellar acuerdos paralelos.
 El vecino vivía alquilado en el piso. Su novia, colocada en el suelo casi viva, se puso primero que yo ante las puertas de San Pedro, con una barriga fantasma y el ojo morado. La joven llegó demasiado humana al cielo y fue destinada al sótano así que, con una mano aferrada al cuerpo, despertó.
 El capo, para no perderme, pegaba tiros a tutiplén mientras defendía lo poco que era suyo. Tenía un jardín de hierbas, una empresa farmacéutica y un diploma en terapia natural colgado donde se ve, encima de otro de primaria. En tal tragedia, no podía faltar un niño. Este abrió los ojos por primera vez en libertad condicional. Ya que a los padres, subidos al caballo, les entró un ataque de risa durante el parto y el niño sonrió en lugar de llorar. Ocho años después, ni lloraba ni reía, eran cosas de pajaritos y su papá no podía parecer blando. El niño era inocente pero admiraba su padre quien no le enseñó a jugar béisbol. Sabía de los negocios, también del trato que salió mal con la gente de abajo y conocía bien cual era su deber. Por suerte, salí ileso del tiroteo.
 En el siguiente piso: ¡caramba! Volví a ver al niño que bajó para ganar territorio y, entre dos cadáveres y sangre en sus manos, me sonrió.
 En eso me puse aerodinámico ya que tenía que salir de allí cuanto antes. Entonces llegué a la ventana siguiente. El piso estaba ocupado por un poeta sin trabajo que, a pesar de ser prometedor, dedicaba las noches a masturbarse con el planeta que colgaba encima de su escritorio. Había optado por vivir del cuento sin mirar fuera, donde todo caía y siendo escaso, pero no único, jugó a cambiar el orden a placer de su entrepiernas. Le admiraba aunque no sé si estaba cuerdo, o era un friki sobrino de los males típicos de la sociedad. Le había escuchado recitar de memoria las telarañas que preparaba con afán para llevarlas más tarde al Gala, su escondite en el antro de la ciudad y lo suyo no era intimista: el Poeta estaba decidido a hablar sin esconder la mierda. Ese día, subió al tejado armado con su atrapa-musas, un huevo sin nombre para gastar un aviso y la bendición de Santa María, la cual le había comprado al camello del barrio: el del 698-580-101. El letrador, hastiado de buenas intensiones y malos propósitos, también del cuatro de julio y eventos benéficos para enviar una tarta de compasión, que nutriera África donde nadie pone una vela, pasó de la denuncia carismática a la ácida y, pidiendo que alguien mirara arriba: donde él estaba, me dejó rodar hacía el abismo. Después, en la parte insegura de la valla de seguridad exclamó: “¡AHORA QUIÉN TIRA LA PRIMERA PIEDRA!”
 Mi descenso, que agotó la profundidad, me dejó roto e hirviendo al sol, así que redacté mi epitafio: “¡Plaf: que mierda de SUCIEDAD!”

jueves, 5 de enero de 2012

La Reina

Un día por una nuez me separé del resto de la hilera. Antes, me había ocurrido cuando de un golpe caí bañado en sangre dando botes sobre la raíz, sin embargo, la mano me recogió de suelo con gesto físico y no tardó en colocarme.
Masticar era un oficio mal pagado. El hielo, los caramelos y el chicle habían demostrado que la base no daba más de sí, pero nadie financió las reformas. La última ortodoncia se estudiaba en clase de historia y casi todo se hallaba en ruinas. Naturalmente, mi situación era peor por estar lisiada, aunque siempre me hice sentir.
La cena para despedir el año trae consigo de todo:
“¿Entrante Señor?”
“Sí, ensalada de frutos secos, por favor.”
¿Patético no? Cualquier carnívoro tomaría eso por un saliente y nos clavaría en el jugoso bistec del muslo izquierdo de una marrana criada a base de cacao, de esas, con sello de “primera calidad”.
¡Y qué manía tiene la lechuga con pegarse! A la boca entra con gusto agridulce y, en menos tiempo que una revolución, simula la horca. Sí, es una enorme capucha verde.
Por suerte, la mano me echaba un cable de vez en cuando. No digo que recibiera tratos distintos a la corona. Nunca acepté regalos provenientes del colmillo, sólo me importaba hacer mi trabajo. ¡Era la segunda oportunidad!
La cena marchó bien: vegetales exquisitamente aliñados. En eso avisaron desde los ojos que venían nueces y, haciendo vigente mi estatus, me retiraron a la comodidad de una servilleta. Pensé: ¡ja pringados!
El tiempo pasó y, rompiendo la costumbre, no me llevaron al cepillado. El aclarado posterior con agua y una gota de limón, me mantenía fresca durante buena parte de la noche y era grato. Tampoco fui convocada al desayuno y, sin saber la causa, también me perdí la cena. La saliva se había puesto dura y mal oliente y, envuelta en papel de oriente, el destierro me alcanzó.
Todo era tan extraño, que sólo sabía con certeza que estaba en el bolsillo derecho. Fue fácil deducirlo debido a que vi algunas veces cómo me conducían hasta él sin ser tapada y los hábitos no suelen cambiar.
El reloj seguía el curso pegado a la gran mano. Su aguja pinchaba con ruido los minutos mientras yo mantenía la esperanza de un “tic-tac” definitivo que me alejara de aquel lugar. Había recordado que existe un bolsillo pequeño para guardar lo que nadie guarda y, como mi caso era paranormal, aposté toda la razón a la posibilidad de encontrarme allí. Sí, seguramente ese era mi paraje ya que, a veces, sentía el olor del tabaco fumado cuando la mano rebuscaba a mi lado pero, tras perder la noción sobre las veces que anduvo a mi alrededor, dejé de lado la calma y empecé a gritar.
-¡Estoy aquí!
Poco después, descifré de las voces que me buscarían en la bolsa de la basura. Como veía que el equipo de búsqueda estaba formado por ineptos y que cada vez iban a sitios más fríos, añadí más fuerza al grito:
-¡Estoy aquí! ¡A ver si despiertas de una vez!
La vida siempre juega a poner hielo en tu camino (si resbalas, caes). Comprobaron que en la bolsa de desechos no había nada y tampoco en la de reciclables, así que para poner broche de latón bañado en oro, la voz aliena escupió la brillante idea de buscarme en el contenedor del barrio. Parecía una evacuación. Dando saltos en el bolsillo de los cocos, por no decir de los cojones, bajaron la escalera con la mayor diligencia ensayada para evitar una caída y, temiendo los horarios de recogida, una voz apuró: “¡métete, métete; a ver si encuentras la bolsa de ayer!”
-¡Qué espectáculo!
Al tiempo, el olor se puso cortante. La mano, en afán revuelto de prisa, confundió la bolsa correcta con una pariente de talla XL que cargaba los milenarios desechos del Mal Burguer de moda. No insinúo que tengan problemas para eliminar los residuos día tras día, pero las hamburguesas que anteriormente conocí, tenían aspecto de llevar un largo recorrido a sus espaldas antes de ser freídas con manteca de cerdo.
-¡Sal del basurero, coño, que la mierda ya llega a mí! -Grazné en defensa de la poca salud que poseía.
Ya me había acostumbrado a la peste o habían cerrado la bolsa del Mal Burguer. Fue entonces cuando llegó a mi nariz un ligero aroma floral que me resultó familiar. Pensé que era estupendo que encontraran la basura de casa, aún a sabiendas que no estaba dentro. Juzgué como prioritario salir de allí lo antes posible aunque la celda fuera aburrida. Yo merecía, por buena conducta, buen ambiente.
Después de un instante tranquilo, capté otro mensaje del exterior: “¡ve directa a la ducha y pon la ropa a lavar!”. De pronto, la mano volvió a re-menear los bolsillos y, aumentando mi foto-sensibilidad, la luz me encontró. Ipso facto me llevaron a la zona de cepillado y volví a sentir el frescor de la limonada.
Una vez en la hilera, todos me acogieron como heroína. Incluso, a día de hoy, soy la caries de corona que más tiempo ha pasado matando dragones.

domingo, 1 de enero de 2012

aviso al hermafrodita



soy hombre partido de mujer.
médica-la-mente
sin desvirtuar la semántica.

soy hombre parido de mujer
pero no yeguo.

soy centauro
y fui mujer
y fui células
y fui comunión.

soy hombre y tu
mujer
                                                                                               no quedes marginada
¡perdón!
quise decir: Majestad-a
por usar la misma moneda.

tu vientre despierta batallas vitales.
la placenta:
¡sólo llama al señalada!