martes, 14 de julio de 2015

La historia inacabada de Aturmás


He pasado toda la vida colgado en la cara este de un mojón que dejó un niño al cuidado de un periódico. Monumento inspirado en el rascacielos de Ortiz-León de Barcelona, que sirve de adorno del Banco de Alimentos que hay en Carretera de Vic y a veces hasta presta una mano con la distribución de tomates mientras esquiva la maratón de pisadas que sin definición lógica, aumenta su número de aspirantes a lo largo del transcurso del crecimiento económico. Éste cagarro colosal, que por imponencia podría actuar de psicólogo ante un gnomo de balcón que no halla trabajo en el ámbito de la jardinería, resiste ser derrumbado por la lluvia empeñada en corregir el caos generado por la ausencia de barrenderos. Espero que la lluvia no le pueda al mojón, pues para  nosotros que apechugamos sobre él, el colmo de vivir en la miseria es que ésta adquiera consistencia caldosa y además, los vecinos se comerían las paredes.

Desde siempre me llamaron Aturmás por una foto en el diario y tras continuas repeticiones lo terminé de aceptar. Comento que ‘Atur’ viene del catalán y significa Paro y ‘más’ describe la tendencia de las colas del Banco de Alimentos. Pero parece que a los tontos de mi torre les cuesta encadenar mi nombre sin confundirse y no dejan de intentarlo tartamudeando Artur Mas. Imaginen la pena que paso, como cuando el Sector Independent te sonsaca si estás independizado y respondes desde el búnker que forman las peludas patas de mamá mosca. No hay nada que hacer  más que mirar hacia otro lado y cualquiera exige el porqué de la queja. A fin de cuentas puedo alejarme al parque a contar policías o sobres planeando entre las oficinas de los edificios, pero sufrí un accidente en un charco chupando sin contrato y ahora ando a pie y tullido, costeando el juicio, así que no descarto pedirles dinero para llamar un taxi o a Esperanza la escorpión, que recibió el carnet de conducir en el rodaje de la película Fast and Furious siete.


De vuelta al asunto, deslizo estar prometido con una mosquita que chupa de lo más rico y a menudo probamos la perdiz en el patio de los restaurantes. Tenerla cuesta aceptar obligaciones y pasión con la que pago más o menos mis travesuras, pues fue lo único que heredé de padres inmigrantes con un ala delante y otra detrás. En el supuesto que no me desalojen antes, quiero arreglar la terraza a estilo tropical, a ver si pica algún enamorado de las vistas a la carretera desde el mojón y compro un terrenito en el pipi can de Cal Gravat. Así por fin viviré en el barrio de los perro-flauta, los únicos que saben generar con sus mascotas una cagada rica en colesterol de máximo treinta por ciento de pienso en dieta, la mejor mierda que podemos llevar a la trompa y no ese disparate que vende carrefour. Hacedme caso que aprendí a base de sustos: por ejemplo, la última vez  que subí andando al Prica solo conseguí almorzar pienso puro, que casi me aplasta por estar bajo la escena de la balacera anal. Desde entonces tengo la colita resentida por lo que hoy no verás ni esperes ver, a esta mosca dolorida sentada en las sillas de la vieja en el Paseo de Manresa, por muy seductor que parezca posarse en la cabeza del negro que las vigila.