jueves, 29 de diciembre de 2011

2012

 Un día me encontré en el año 2012. Desde el sofá seguí mentalmente la cuenta regresiva hacia el “Supercaos”: un nuevo paso hacia el teatro de la Humanidad. Los mayas, que nos tuvieron acojonados durante doce siglos, habían sido retomados el último año y, como una jaqueca, la prensa lo exageró. Estaba tumbado porque era un día, como otros, sin gasolina. Aferrado a una cerveza, y esta aferrada a la vida, me masturbaba con la oferta matinal de cuentos.
Los comerciales a veces tocaban mi puerta con un presentimiento. Sí, estudiaban el mejor momento para interrumpirlo. Solía esconderme cuando me atracaban, otras veces, me adelantaba e iba a cagar. No sé qué tiene la vida para que la gente se quiera salvar “solidariamente”.
La Iglesia también se mojó con el fenómeno y respondió con la quema de más justos. El Papa en ese período radicaba en una isla del Caribe y, para aprovechar la visita, se lavó las manos con el manual. Los Testigos de Jehová tenían hechas las maletas y, de forma colectiva y organizada, embarcaron en el Titanic con una burla hacia la tierra, para no volver. Era genial la expresión de la Duquesa del Crepúsculo, siempre he creído que llevó consigo a uno más joven. Espero que los gusanos del golfo también se aventuraran al mar o al norte. No se sabe: dudo que se hayan enterado del Armagedón, aunque dicen que Dios está en todos los sitios.
En eso tiré de la cadena y volví al sofá. De pronto, todo se iluminó. El silencio fue tiroteado con gritos y mi perro abrió un poco los párpados. Tanto él como yo, creímos que se trataba del vecino árabe. Antes lo habíamos visto sacar un arma a un borracho que confundió nuestra escalera con un prostíbulo pero, para hacer ese escándalo, el tío necesitaría un tanque. No era mi vecino. Lo descarté cuando la cosa se puso letal y comenzaron a salir langostas, sapos y políticos. La Estatua de la Libertad se derrumbó, una vez más, y la Plaza de la Revolución la miró sentada.
Los políticos eran los más peligrosos. En media hora se habían comido a los sapos y, una hora después, también a las langostas. Por suerte, el cristal los mantenía fuera.
No quise salir corriendo. Sólo estaba dispuesto a levantarme para ir a por otra cerveza.
El mundo manifestaba rigor mortis mientras los necrófagos cenaban en los cementerios. Un gorrión de mirada roja entró por la ventana y se cagó justo en la ranura de apoyar los cigarros del cenicero. Después, marchó tras ver mi intención de preparar una sopa con él. Había pensado usar la receta tradicional.
En eso, el cielo cambió su trapito azul para vestir de rojo-marrón. Sabía que allá arriba, por muchas estrellas que encendieran, no había más que mierda. Así que, con un bostezo sin censura, bajé la persiana dejando solamente una brecha por si las moscas.
El Apocalipsis estaba bien logrado. La matanza en la calle casi me asustó cuando la vi pero, igual que en otras guerras, la inteligencia nacional había asegurado que se trataba de sangre de simios. Yo lo creí, aunque pensé que algunos monos estaban muy desarrollados.
En ese tiempo estaba demostrada la eficacia de la barrera humana. Por ejemplo: el Vaticano tapó la cúpula con más culpables, una caja de chocolate y una virgen para aplacar la furia de Dios.
El ejército, que no creía en la prudencia, llenó de balas al pueblo para cortar por lo fácil. Los Estados Unidos no faltaron a la fiesta y le mandaron a Rusia diez ojivas nucleares contra reembolso, -una por cada mandamiento- y Rusia le pagó con creces en base al coste del barril. España, que estaba en medio de los matamoscas, revoloteaba con la esperanza de una ayudita de Alemania. Todo estaba jodido y la crisis empeoró.
Ya en la tarde, tenía la desgracia divina en mi salón y la tele pasó un anuncio de viagra con las fotos del antes y el después. En otras circunstancias hubiera salido a comprarlas ya que la muerte es dulce si se recibe firme. Pero era un honor extremadamente caro. Al rato volvió a transmitir en directo cómo un grupo de valientes asustaba con huevos a los políticos. El ejercito, que ya estaba caliente, también arremetió contra ellos por desorden público.
¡Cuánto abono nos echaron los mayas encima, profética-mente nos habían llevado a la arena! Sí, a pesar de que algunos se unieran para sobrevivir, era una guerra sin cuartel donde Dios, hombres y publicistas querían proteger sus bienes, aunque Dios en particular, sólo quería cargar con su churri, cosa que me alegra. ¡Lo último que necesitábamos era un nuevo bastardo!
En eso, mi madre me preguntó si era buena la película.
  “Sí, es la nueva de Salamandro” -le respondí.

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