jueves, 5 de enero de 2012

La Reina

Un día por una nuez me separé del resto de la hilera. Antes, me había ocurrido cuando de un golpe caí bañado en sangre dando botes sobre la raíz, sin embargo, la mano me recogió de suelo con gesto físico y no tardó en colocarme.
Masticar era un oficio mal pagado. El hielo, los caramelos y el chicle habían demostrado que la base no daba más de sí, pero nadie financió las reformas. La última ortodoncia se estudiaba en clase de historia y casi todo se hallaba en ruinas. Naturalmente, mi situación era peor por estar lisiada, aunque siempre me hice sentir.
La cena para despedir el año trae consigo de todo:
“¿Entrante Señor?”
“Sí, ensalada de frutos secos, por favor.”
¿Patético no? Cualquier carnívoro tomaría eso por un saliente y nos clavaría en el jugoso bistec del muslo izquierdo de una marrana criada a base de cacao, de esas, con sello de “primera calidad”.
¡Y qué manía tiene la lechuga con pegarse! A la boca entra con gusto agridulce y, en menos tiempo que una revolución, simula la horca. Sí, es una enorme capucha verde.
Por suerte, la mano me echaba un cable de vez en cuando. No digo que recibiera tratos distintos a la corona. Nunca acepté regalos provenientes del colmillo, sólo me importaba hacer mi trabajo. ¡Era la segunda oportunidad!
La cena marchó bien: vegetales exquisitamente aliñados. En eso avisaron desde los ojos que venían nueces y, haciendo vigente mi estatus, me retiraron a la comodidad de una servilleta. Pensé: ¡ja pringados!
El tiempo pasó y, rompiendo la costumbre, no me llevaron al cepillado. El aclarado posterior con agua y una gota de limón, me mantenía fresca durante buena parte de la noche y era grato. Tampoco fui convocada al desayuno y, sin saber la causa, también me perdí la cena. La saliva se había puesto dura y mal oliente y, envuelta en papel de oriente, el destierro me alcanzó.
Todo era tan extraño, que sólo sabía con certeza que estaba en el bolsillo derecho. Fue fácil deducirlo debido a que vi algunas veces cómo me conducían hasta él sin ser tapada y los hábitos no suelen cambiar.
El reloj seguía el curso pegado a la gran mano. Su aguja pinchaba con ruido los minutos mientras yo mantenía la esperanza de un “tic-tac” definitivo que me alejara de aquel lugar. Había recordado que existe un bolsillo pequeño para guardar lo que nadie guarda y, como mi caso era paranormal, aposté toda la razón a la posibilidad de encontrarme allí. Sí, seguramente ese era mi paraje ya que, a veces, sentía el olor del tabaco fumado cuando la mano rebuscaba a mi lado pero, tras perder la noción sobre las veces que anduvo a mi alrededor, dejé de lado la calma y empecé a gritar.
-¡Estoy aquí!
Poco después, descifré de las voces que me buscarían en la bolsa de la basura. Como veía que el equipo de búsqueda estaba formado por ineptos y que cada vez iban a sitios más fríos, añadí más fuerza al grito:
-¡Estoy aquí! ¡A ver si despiertas de una vez!
La vida siempre juega a poner hielo en tu camino (si resbalas, caes). Comprobaron que en la bolsa de desechos no había nada y tampoco en la de reciclables, así que para poner broche de latón bañado en oro, la voz aliena escupió la brillante idea de buscarme en el contenedor del barrio. Parecía una evacuación. Dando saltos en el bolsillo de los cocos, por no decir de los cojones, bajaron la escalera con la mayor diligencia ensayada para evitar una caída y, temiendo los horarios de recogida, una voz apuró: “¡métete, métete; a ver si encuentras la bolsa de ayer!”
-¡Qué espectáculo!
Al tiempo, el olor se puso cortante. La mano, en afán revuelto de prisa, confundió la bolsa correcta con una pariente de talla XL que cargaba los milenarios desechos del Mal Burguer de moda. No insinúo que tengan problemas para eliminar los residuos día tras día, pero las hamburguesas que anteriormente conocí, tenían aspecto de llevar un largo recorrido a sus espaldas antes de ser freídas con manteca de cerdo.
-¡Sal del basurero, coño, que la mierda ya llega a mí! -Grazné en defensa de la poca salud que poseía.
Ya me había acostumbrado a la peste o habían cerrado la bolsa del Mal Burguer. Fue entonces cuando llegó a mi nariz un ligero aroma floral que me resultó familiar. Pensé que era estupendo que encontraran la basura de casa, aún a sabiendas que no estaba dentro. Juzgué como prioritario salir de allí lo antes posible aunque la celda fuera aburrida. Yo merecía, por buena conducta, buen ambiente.
Después de un instante tranquilo, capté otro mensaje del exterior: “¡ve directa a la ducha y pon la ropa a lavar!”. De pronto, la mano volvió a re-menear los bolsillos y, aumentando mi foto-sensibilidad, la luz me encontró. Ipso facto me llevaron a la zona de cepillado y volví a sentir el frescor de la limonada.
Una vez en la hilera, todos me acogieron como heroína. Incluso, a día de hoy, soy la caries de corona que más tiempo ha pasado matando dragones.

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