-¡Ki
ki ri ki!- Suena el gallo de la torre de la Iglesia Corazón de Jesús. El Sol no
escucha mientras cambia de canciones en su Ipod, pero se levanta y escupe tras vaciar una
de las rayas de la fuente de su costado.
-¡Sol,
ayúdame!- Palomo interrumpe comenzando a temblar de frío. Había escuchado que
los gritos transportan el pecado que se guarda en vida y con un nudo, prestado
de las sotanas en que apoyamos nuestra confianza, se envían al Paraíso para ser
reciclados. Allá en el cielo hay mucha paz, tanto, que Luz de Ifer, atento de
seguir la música de Bob Marley con palmadas, enseña lo suficiente una mano con
los dedos cruzados como la señal que indica a corderos la hora del pasto
mientras otros limpian el rastro, y “¡tack!”
Interrumpe el presente:
-¡Ki
ki ri ki!- El gallo, que monta en seguida una fábula para realzar su hombría de
corral, responde como si luchara por sus huevos sin ver al individuo que le
plantea competencia.
Los
gritos regresan con el eco de las paredes y alguno que otro se cuela en el frío
de Palomo con alevosía. Hoy está urgencias fuera de servicio, así que nada me detendrá
cuando lo despache con el tiempo que le he guardado. Víctima de sus
intromisiones, de cada bolsillo le sobresale un juego de llaves que reproduce
su figura o la mía y, según el lado en que se encuentre el favor de mamá, nuestra Cristina va y viene con total
dominio.
Palomo
sube el escalón y la puerta aparece mostrando vaginas le que incitan a entrar con
voces de sirena mientras facilita los fallidos intentos, que observa, echando
una burla. Simula la unión de las almas que pululan la celda de ozono y puede
que el perro que está escondido, tras subir al sillón del amo, le brinde su
rincón de miseria favorito, que es la cadena que une los cuerpos para desfilar
bonito en el escupidero que es la libertad.
Sin
saber que el deseo atrae límites, el hijo de puta introduce la llave al ritmo que
marca la lengua de la cerradura, le tira fuerzas a la derecha que es el lado
más sensible y, para rematar la corrida con una inclinación, apoya su peso
sobre la llave de mi madre (te quiero mamá). En eso, Palomo le pasa fuego a la
piedra de tate que consiguió en el parque. Comenzaba a sentir el placer
transmitido desde su llave cuando, de pronto, el alambre que dejé disimulado se
le clava poniendo las escena fea.
-¡Ki
ki ri ki!- Se escucha al gallo que resbala por la cornisa con la mano en el
pecho dirigiéndose al suelo. Creo que sube al altar en las mañanas para reírse de
la gente que piensa estar despierta y, como dudo que su pretexto sea ofrecernos
el día, cae por la euforia: normal, Palomo atraviesa las voces del espacio con
un grito distinto al urbano mientras disipa en el aire la mezcla de su último
chivato.
-¡Sol,
ayúdame, que soy tu hijo y habito cerca de ti!- Palomo grita anclado a la
puerta que sigue succionándole la sangre. El astro se da por aludido y toma una
dosis de polvo que se desfigura en la fuente de cristal, a lo que continúa
apuntándole con el dedo medio y “¡tack!”
Llega una segueta del cielo y la toma. El miedo le impide manipular el destino
con precisión, estira y corta de un tajo como si se despidiera de mí, entonces,
salva un trozo de la llave y la puerta se abre permitiéndole escapar. Juan
Palomo ha dejado la soledad en mi camino, al tiempo que unas gotas hacen
constancia de la altura que va tomando y siento los golpes de la emancipación.
“¡Ki ki ri ki...!”
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