lunes, 19 de marzo de 2012

Detrito: patria querida

 Llevo años caminando sobre aceras en sombra. Así evito que la gente aparte sus malas lenguas del  pasto seco pero cívico, y arremetan con sus ansias mediáticas contra mi singular y necesario sistema de vida. Mi profesión anula el lleva y trae de los vecinos que mantienen el periódico desde la reja de los balcones que, mediante soldaduras, evitan el desbordamiento de sus imperfectas vidas sobre el impuro asfalto. Ellos no me engañan: los conozco. No temen a la amnesia que les provoca el Euro Caballero cuando necesito salvaguardar la imagen. A veces, directamente no se atreven a hablar, ya que en nuestro selvático pueblo parece que naufragó una caravana circense. Siempre llevo dos maletas: una de ida y otra de vuelta o, simplemente, como le llamo, "baúl de tesoro negro". No tengo diagnóstico para nombrar mi apetito, al menos, declarado. Tampoco me han otorgado el título de lunático en este pueblo, que íntimamente conozco. Sí, puedo escupir de memoria la dietética rutina que sigue la joven del 322, incluso, el estúpido afán vegetariano de la hija mediana del Alcalde. Es él quien me abre la puerta cuando llevo la carta perfumada y me invita a la cocina donde está su pupila, mientras se esconde entre asuntos de trabajo. Siempre lo hace hasta altas horas de la noche. Sé mucho más y su hija también. Ella es virgen y aplaca mi sed con una bolsa de excrementos matinales. Sé que fuma marihuana y yo me alimento de ella. Es sólo un trato comercial sin ánimo de trascendencia. “¡Orégano en estado puro!" Veo que no quiere disgustarme.
 Lola termina sus clases y corre a mi encuentro en el parque del centro. Le gustan los chicos mayores, botánicos de oficio y con carnet de socio de Green Peace. Lola está enamorada de mí y me desea, ¿pero qué haré con ella si derrumbo su himen? ¿Qué será de la orquídea epífita que le dije que investigo? Lola debe seguir virgen y con su exagerado uso del pimentón porque así lo deseo, porque así le ordeno cada mediodía y no quiero perderla sin encontrar, antes, su reemplazo. Es complicado tejer una mentira justificada para endulzar nuestra estrambótica diversidad, pero no es nada nuevo. Mi vida no es la única paralela a la moral que se apuntala con pecado divino. Es tan digna de un cuento como las buenas causas. Es solamente una vida desnuda y Lola lo sabe, pero prefiere la versión botánica.
 Hoy me ha llamado una clienta para saber de su correspondencia. Afirma tener a su rolliza descompuesta a raíz de un estado gripal y teme que la bolsa se rompa o no sea fiable para contener la líquida evacuación. Me preguntó si no me importaba que lo depositara en una botella de agua mediante un viejo embudo, pero insistí con indiferencia ante el formato. Sólo fallé al exclamar lo oportuna que sería la gelatina para la exótica salsa de setas que preparo los domingos después de la misa y, descaradamente, me subió el precio. Pero vale la pena: la hija, además de padecer el ciclo gripal, atiende inocente los días de menstruación. Este hecho me hace imaginarla amarrada al váter, cuestionando a la madre el por qué del embudo: “¿será un análisis?” Mientras, calculo la fórmula culinaria que me permita combinar la vitalidad de sus heces con el orégano psicodélico que obtengo en la casa del Alcalde, siempre con piernas de carretera en la mente y, además, el salpimentado pelotón que mi hermosa Lola empaqueta para la plástica orquídea en peligro de extinción.
 Ya sé: iré al mercado para comprar carne de primera, doble ración porque he invitado hoy a una posible distribuidora y debo sorprenderla con la materia orgánica de sus compañeras de estudio. El semáforo hace gala de su sanguinolenta luz. Tengo prisa y lo burlo abrazado al riesgo. En eso, un coche con buenos reflejos dejó en el aire: “¡MIRA POR DÓNDE VAS, COMEMIERDA!”

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