lunes, 26 de marzo de 2012

El oyente

                                                                                         Pensado en mi seguidora Baby.
 03:00 hora local, una sirena me separa del cigarro. No hay luz, sólo veo al transformador en llamas espantar a los mosquitos de la zona, mientras cierro un poco la persiana sin alterar los golpes que escucho. No quiero volver a la cárcel, no lo merezco: ¡ha sido él quien la mato! Me dirijo a el sillón con el brazo sobre el hombro. Así mi cabeza tiene a mano quien le rasque cuando pienso en ella y regresa el picor: otro brote. El brazo izquierdo, que sostiene una botella de ron con huesos de algún desierto, también baila cuando ella aparece. Cada minuto la sirena aumenta su enfado en mis oídos y ellos, sin estar acostumbrados, me obligan a girar en el centro de la habitación. No consigo volar, ni siquiera desde una ventana como me demostró la vida antes de marchar ella, pero el alcohol hace milagros con la arena y lo tiento por si los fantasmas. Parece que ha vuelto la luz y las bombillas del barrio pestañean a pesar de las legañas que formaron los insectos. Por un momento interrumpo a mi brazo derecho y terminan los altos placeres. A ciegas, tanteo la pared donde posiblemente se encuentra el pulsador eléctrico. Es un hostal antiguo, tanto, que no se atreve a sostener el maquillaje que bisiestamente le tiran a la cara. Todo indica que nunca existió tal interruptor en la habitación, ya que sobresalen de la pared dos cables sin color, abrazados por un gancho en la punta con el que alguien resolvió el falso contacto que, seguramente, hubo. Los despego y vuelvo a unirlos por ciclos, durante un rato sin resultado.
 Es la policía, desde la calle, quien dirige la ceremonia de mi captura. Me escondo bajo los muelles de la cama. Así, tal vez, la oscuridad ahogue sus linternas cuando lleguen a aquí. “Todo saldrá bien: ¡soy inocente!” La sirena desgañita que salga con las manos en alto, que me arrodille sobre los cables que desataron al poste en llamas, que me entregue... Entra una cortina de carbón por el ojo de la cerradura y, poco a poco, suplanta el techo como si me protegiera del posible desplome. Rápidamente cubro mi nariz con la camiseta. No pienso en rendirme. No, exijo más que las granadas de humo que espantan a las ratas y alteran su tráfico por el vacío de la pared. Miles de ellas escapan mientras los muelles se enredan en mi cabeza y cesa el picor. Es octubre, tiempo de huracanes, y el calor que provocó el ron en mi estómago se vuelve externo. Me sumerjo en sudor como el barco que no atracó en las colonias. Estoy muy cerca del infierno, incluso después de pagar ante los hombres. La sirena, la luz fugaz, el humo y las ratas vuelven a insinuarme que abandone la habitación. Me estallan los nervios en una disputa por el último oxígeno en pie y aparece ella, más legible que siempre, en su gala de esplendor. Se acerca a mi refugio y, cada paso, me entrega una porción mayor de sus pies. Una rodilla se posa en el suelo y la otra le acompaña. Consigo acariciar algún cabello con los dedos. Está dentro del refugio aunque parece estar, más bien, dentro de mí y me roba una lágrima de la mejilla. Me recuerda que la quise, que huya, que la policía no marchará hasta encontrarme o dejar el espacio en cenizas y que entonces, y sólo así, volveré a nacer. ¿Pero cómo huir de ella si, nadando en su muerte, la adoro? Me descubre con un beso y el fuego recorre la pared de la ventana. Ella está sobre mi cuerpo y consigo apretarle las nalgas mientras me asfixia con su lengua buscona. Hay tiempo hasta que la policía de con nuestro escondite. Además, ella es la prueba real de cómo su sexo saborea el mío y me vuelve libre. El infierno cede fuegos al edén para que no pierda el vestido de humo, y ruido, que nos sirve de almohada y, bajo los muelles de la cama, veo claramente la materia.
 Ella descansa, más muerta que un sueño, sobre mi pecho. Persigo con el pie el paquete de tabaco que se encuentra en el suelo y logro arrimarlo hacia el brazo derecho. Tomo uno y lo enciendo en el logradísimo fuego de la mesita de noche, que se tambalea, mientras contagia a la cama. Ella despierta, grita y desaparece. ¿La habrá capturado la policía? Salgo en su búsqueda a través de la rejilla en la ventana y no la encuentro. Tampoco veo al cuerpo policial. Sólo hay fuego desde el poste al edificio y humo, desde este, hacia el cielo. La gente prudente, que está lejana, refleja la caída de los andamios en sus caras. Nadie sabe del ocupante de la habitación número 13, a nadie le interesa. Entonces, la sirena muere y marcho temeroso por encima del cable que se pierde en la sombra.

3 comentarios:

  1. Espectacular! Me sorprende la gran capacidad de recrear al lector con tus prolíficos cuentos.

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  2. Gracias, Alejandro. Te dejé comentarios en el Rincón. Como siempre, tus palabras avivan el deseo de indagar en lo profundo de tus reflexiones.
    Besos

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  3. Boludo, pero que lindo relato, eres genial. Saludos Conil ( Cadiz) ve mi blog

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